sábado, 27 de diciembre de 2014

Luces y sombras (hikari to kage, ひかりとかげ, 光と影)



En los alrededores de la estación de Yokohama es frecuente ver a un hombre de cierta edad en una de las salidas principales.

Nunca hemos cruzado miradas desde hace año y medio, aunque yo le observo cada día que paso. Se cubre con una gorra que ora le resguarda de los rayos del sol ora le protege del viento y el frío. Su barba, desaliñada -seguramente menos de lo que cabría esperar en su estado-, un abrigo largo, que le llega hasta las rodillas, un pantalón de lona y unos zapatos negros sin ninguna floritura son todo el complemento que necesita. Todo ello muy usado pero magníficamente conservado, dadas las circunstancias.

Día tras día, llueva, truene, haga sol, viento o tormenta, nos cruzamos momentáneamente. Yo, mudo de piel, cual serpiente, en función de la necesidad -trabajo, ocio, recados varios-, él, como si se tratase de un personaje de tebeo, uno triste y solitario, aparece ante mí siempre con lo puesto. Siempre igual. No creo que pueda permitirse más. Cuando no está descansando camina despacio. No tiene prisa. A buen seguro, nadie le espera en ninguna parte. No molesta ni hace ningún ruido. Solamente pasa las horas y las horas le ven pasar a él.

La realidad de este hecho (verídico, puedo constatar) es una constante en muchos lugares de Japón. En un país tan brutalmente capitalista y superpoblado, es inevitable que haya un número de personas pobres. Pasa hasta en los países más poderosos (quizá incluso más, ya que el contraste es mayor) y cada civilización, que no hace honor a su nombre, trata a los desamparados de diferentes maneras. Con ayudas sociales o con represión, en un abanico amplio en el que rara vez la suerte sonríe al mismo colectivo.

No hay ciudad -cuando menos las más grandes- en la que no haya un barrio más pobre que otro, chalets de lujo, barrios residenciales, pisos, viviendas de protección oficial, suburbios y chabolas… En el país en el que el astro rey despierta a sus habitantes cada mañana antes que al resto de congéneres, la realidad es la misma, aunque el talante sea otro.
Recientemente ha aparecido en otro dominio web (una página de verdad, no este panfleto) un interesante artículo sobre la vida de la gente pobre en estos barrios, de la mano del profesor universitario Tom Gill: http://www.nippon.com/es/column/g00232/, altamente recomendable para cualquiera que quiera ahondar en este tema, que no ha hecho sino recordarme las luces y las sombras de la sociedad en la que vivimos.

Volviendo al pobre en cuestión, confieso que me gustaría darle unos yenes cada vez que paso, un buen bocadillo o algo de ropa, pero nunca me he atrevido. Desconozco su historia pero él no pide nada, como el resto de los pobres en todo Japón, aunque algunos estén en la más absoluta de las miserias. Sencillamente está allí día tras día. No quiero abochornarle porque, aunque sé que le vendría bien más de una cosa que pueda ofrecerle, puede que sea un deshonor tal que se vea obligado a rechazarlo. Mi destreza con el japonés no es tan elevada para entender una explicación de ese calibre y mi conocimiento sobre las buenas maneras me aconsejan no hacerlo, al menos de momento.

Un día más, anochece y los neones van iluminando las calles. Junto a él, a apenas un par de metros hay una mujer de negocios bebiendo un líquido al que las grandes compañías se atreven con desvergüenza a denominar café y a cobrarlo como si lo fuera con más desvergüenza todavía, ajena al señor que se sienta a su lado y que lleva una vida tan completamente diferente a la suya. Mañana serán unas colegialas que se han acercado al centro para hacerse con el último modelo de iPhone porque para eso lo inventan, para que la gente lo compre. Tal vez dentro de un rato unos abuelos se sienten a descansar los fatigados pies tras un día de compras con los regalos de Año Nuevo para los más pequeños de la casa. Todos ellos harán lo mismo. Ignorarán al ente que está a su lado como si fuera una pieza más del mobiliario urbano. Se irán a sus respectivos hogares y él seguirá allí, impasible.

No es mi ciudad natal, las temperaturas no han llegado a estar bajo cero, aunque el  parte meteorológico afirma que en las próximas horas se alcanzará tal cifra sin dificultad. El buen hombre seguirá allí (tal vez, con suerte, duerma en otro lugar), si no esta noche, mañana. Volveremos a cruzarnos de nuevo y la misma sensación recorrerá mi mente. Culpabilidad, cierto temor futuro (nunca se sabe si un día uno podrá acabar igual, si la vida se vuelve del revés) y la sensación de que la sociedad hace ya tiempo que ha perdido el tren, una sociedad enferma que en mi país de origen trata con más brutalidad todavía a los pobres, que por si fuera poco son muchos más que aquí, pero que constata que da igual la latitud. Luces que se iluminan y sombras que se alargan las hay en todas partes.

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