En los
alrededores de la estación de Yokohama es frecuente ver a un hombre de cierta
edad en una de las salidas principales.
Nunca hemos
cruzado miradas desde hace año y medio, aunque yo le observo cada día que paso.
Se cubre con una gorra que ora le resguarda de los rayos del sol ora le protege
del viento y el frío. Su barba, desaliñada -seguramente menos de lo que cabría
esperar en su estado-, un abrigo largo, que le llega hasta las rodillas, un
pantalón de lona y unos zapatos negros sin ninguna floritura son todo el
complemento que necesita. Todo ello muy usado pero magníficamente conservado,
dadas las circunstancias.
Día tras
día, llueva, truene, haga sol, viento o tormenta, nos cruzamos momentáneamente.
Yo, mudo de piel, cual serpiente, en función de la necesidad -trabajo, ocio,
recados varios-, él, como si se tratase de un personaje de tebeo, uno triste y
solitario, aparece ante mí siempre con lo puesto. Siempre igual. No creo que
pueda permitirse más. Cuando no está descansando camina despacio. No tiene
prisa. A buen seguro, nadie le espera en ninguna parte. No molesta ni hace
ningún ruido. Solamente pasa las horas y las horas le ven pasar a él.
La realidad
de este hecho (verídico, puedo constatar) es una constante en muchos lugares de
Japón. En un país tan brutalmente capitalista y superpoblado, es inevitable que
haya un número de personas pobres. Pasa hasta en los países más poderosos
(quizá incluso más, ya que el contraste es mayor) y cada civilización, que no
hace honor a su nombre, trata a los desamparados de diferentes maneras. Con
ayudas sociales o con represión, en un abanico amplio en el que rara vez la
suerte sonríe al mismo colectivo.
No hay
ciudad -cuando menos las más grandes- en la que no haya un barrio más pobre que
otro, chalets de lujo, barrios residenciales, pisos, viviendas de protección
oficial, suburbios y chabolas… En el país en el que el astro rey despierta a
sus habitantes cada mañana antes que al resto de congéneres, la realidad es la
misma, aunque el talante sea otro.
Recientemente
ha aparecido en otro dominio web (una página de verdad, no este panfleto) un
interesante artículo sobre la vida de la gente pobre en estos barrios, de la
mano del profesor universitario Tom Gill: http://www.nippon.com/es/column/g00232/,
altamente recomendable para cualquiera que quiera ahondar en este tema, que no
ha hecho sino recordarme las luces y las sombras de la sociedad en la que
vivimos.
Volviendo al
pobre en cuestión, confieso que me gustaría darle unos yenes cada vez que paso,
un buen bocadillo o algo de ropa, pero nunca me he atrevido. Desconozco su
historia pero él no pide nada, como el resto de los pobres en todo Japón,
aunque algunos estén en la más absoluta de las miserias. Sencillamente está
allí día tras día. No quiero abochornarle porque, aunque sé que le vendría bien
más de una cosa que pueda ofrecerle, puede que sea un deshonor tal que se vea
obligado a rechazarlo. Mi destreza con el japonés no es tan elevada para
entender una explicación de ese calibre y mi conocimiento sobre las buenas maneras
me aconsejan no hacerlo, al menos de momento.
Un día más,
anochece y los neones van iluminando las calles. Junto a él, a apenas un par de
metros hay una mujer de negocios bebiendo un líquido al que las grandes
compañías se atreven con desvergüenza a denominar café y a cobrarlo como si lo
fuera con más desvergüenza todavía, ajena al señor que se sienta a su lado y
que lleva una vida tan completamente diferente a la suya. Mañana serán unas
colegialas que se han acercado al centro para hacerse con el último modelo de
iPhone porque para eso lo inventan, para que la gente lo compre. Tal vez dentro
de un rato unos abuelos se sienten a descansar los fatigados pies tras un día
de compras con los regalos de Año Nuevo para los más pequeños de la casa. Todos
ellos harán lo mismo. Ignorarán al ente que está a su lado como si fuera una pieza
más del mobiliario urbano. Se irán a sus respectivos hogares y él seguirá allí,
impasible.
No es mi
ciudad natal, las temperaturas no han llegado a estar bajo cero, aunque el parte meteorológico afirma que en las
próximas horas se alcanzará tal cifra sin dificultad. El buen hombre seguirá
allí (tal vez, con suerte, duerma en otro lugar), si no esta noche, mañana. Volveremos
a cruzarnos de nuevo y la misma sensación recorrerá mi mente. Culpabilidad,
cierto temor futuro (nunca se sabe si un día uno podrá acabar igual, si la vida
se vuelve del revés) y la sensación de que la sociedad hace ya tiempo que ha
perdido el tren, una sociedad enferma que en mi país de origen trata con más
brutalidad todavía a los pobres, que por si fuera poco son muchos más que aquí,
pero que constata que da igual la latitud. Luces que se iluminan y sombras que
se alargan las hay en todas partes.
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