El siglo XX
comenzó como había acabado el XIX, con Japón echándole el ojo a Corea, que por
aquel entonces era “la niña bonita con la que todos querían bailar”. Así se
sucedieron las guerras con China y Rusia, donde las tropas se movían de un lado
al otro y el territorio que hoy era de uno mañana lo era de otro, como si de
una partida de Risk se tratara.
Así como
quien no quiere la cosa, entre tanto “sarao” subió al trono el emperador Taisho
que debido a múltiples problemas, principalmente de salud, delegó en su hijo
Hirohito cuando apenas tenía 20 años.
Y una vez
más, entre tanto cambio de poder interno, aconteció en Europa la I Guerra
Mundial en la que Japón, la más
damnificada en la Segunda (aunque Alemania le fuera a la zaga, nada se compara
con las dos bombas atómicas), salió muy bien parada, consiguiendo suplantar a
Alemania (ironías de la vida) en el ámbito político internacional y más
localmente, se quedó con muchas de las islas que los germanos poseían en el
Pacífico hasta ese momento.
Pero Japón no disfrutó en exceso las mieles de sus hazañas bélicas y los años 20 tuvieron poco de felices, especialmente desde el terremoto de Kantō, que arrasó con todo en la región más habitada del archipiélago. Más de 100.000 personas perdieron la vida entre el terremoto, los incendios y los tsunamis consiguientes y el número de heridos y de casas destruidas se multiplicó. Sus consecuencias se siguieron notando durante una década más tarde y eso teniendo en cuenta que el crack de Wall Street en el año 29, que tanto afectó a otros países, no tuvo el mismo calado en Japón, que por aquel entonces se encontraba un tanto al margen de esta problemática. Eso no quiere decir que indirectamente también les afectara, pero ese es otro asunto que no viene al caso.
Sin embargo,
los países más poderosos que por una parte agasajaron a los amigos nipones, no
estaban por la labor de permitir la escalada sin freno que llevaba Japón y les
obligaron a parar la producción de buques de guerra algo que no pareció gustar
demasiado a las élites de su sociedad. El partido gobernante con Yosuke Matsuoka a la cabeza tomó posiciones muy críticas con los países
que otrora fueran sus aliados y comenzó a alinearse con Italia y Alemania (a
eso se le llama “apostar al caballo ganador”, con gran sarcasmo).
Con los
mismos barcos y energías renovadas volvieron a enfrentarse a los chinos con
numerosas victorias destacadas pero parando justo antes de la II Guerra
Mundial, para invadir otras zonas como Indochina, algo que tampoco hizo mucha
gracia a los Aliados y lo que, a la postre, sería uno de los clavos de su
ataúd.
Alemania
se metería donde nadie la llamaba (Polonia) y Mussolini se pavonearía más de la
cuenta por el sur de Francia, más o menos como muchos políticos siguen haciendo
hoy en día pero en territorio ajeno, comenzando una contienda que continuaría
por toda África (por aquel entonces colonial) y Europa durante varios años con
idas y venidas de ambos bandos, con los Estados del Eje ganando terreno por
doquier hasta que Japón, que seguía a lo suyo en China, firmaba la tregua con
Rusia (ocupada en la zona Occidental) y se enemistaba con los americanos que
amenazaban con dejarles sin petróleo, por aquel entonces vital para mantener una
guerra a gran escala, entró en acción haciendo caer la balanza, pero hacia el
lado contrario, ya que, tras el bombardeo de Pearl Harbour (destruyendo más
barcos que en el juego hundir la flota por el camino, todo hay que decirlo,
aunque no su objetivo principal, los portaaviones que en aquel momento habían
salido de maniobras), los
estadounidenses, que se había mantenido como espectadores de excepción mientras
todos estaban a palos, decidió que había que ir terminando con la fiesta. De
este modo mandó al otro lado de los dos charcos (Atlántico y Pacífico) a los
muchachos y ellos de un modo u otro sí que consiguieron lo que no había
conseguido nadie, aunque no lo hicieron solos, naturalmente.
La situación
en Europa y su evolución son bien conocidas por aquellos anteriores a la ESO y
no vienen al caso, mientras que en Asia los americanos, apoyados esencialmente
por los australianos, neozelandeses, canadienses, indios, filipinos -que se
dice pronto-, cambiaron las tornas y todas las rápidas y exitosas incursiones
que habían realizado los nipones se quedaron en agua de borrajas, aunque no sin
plantear batalla con gran fiereza. La situación geográfica además, les era favorable
y el sistema de control aliado se retrasó enormemente por estos dos motivos.
A partir
del año 43, con los japoneses todavía defendiéndose como gato panza arriba,
destacando los shinpū,
más conocidos como kamikaze (dios del
viento, en su traducción, de lo que hablé en una entrada anterior sobre la
historia, que en esencia mantenía alejado a los invasores), empezaron a
aparecer tácticas de guerra más que cuestionables pero tremendamente efectivas,
como el uso de napalm, cuyo olor a algunos parece que les encanta por la
mañana, o el bombardeo masivo, como el sufrido por el gigantesco acorazado
Musashi, que necesitó de 19 impactos de torpedo y 17 bombas para acabar reposando
en el lecho oceánico o el bombardeo ciudadano -incluida la capital- con bombas
incendiarias, creando un cierto pánico entre la población, que son gente
calmada incluso en situaciones límite y no acostumbrar a correr como pollos
descabezados por cualquier nimiedad como fuego cayendo literalmente del cielo.
No
obstante, los padres de estas armas poco éticas pero eficaces como ninguna fueron
las dos bombas atómicas de las que se desprendieron Enola Gay y Bockscar, dos
Boeing-29 (B-29 para los tiquismiquis, aunque he de confesar que siempre pensé que eran B-52), sobre los núcleos de
Hiroshima y Nagasaki concluyendo con una contienda que en Europa había
terminado unos meses antes con el suicidio de Hitler y la toma de Berlín, pero
que todavía se resistía en el Pacífico, con una traca final tan enorme, que no
se ha olvidado casi 100 años después.
De
lo que aconteció después con Japón hasta la nuestros días, procuraré dar buena
cuenta la semana que viene.
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