sábado, 25 de octubre de 2014

Historia de Japón IV (nihon no rekishi yon, にほんのれきしよん, 日本の歴史四)

Durante los años 80 y 90 se emitió con bastante gloria y poca pena la serie Las chicas de oro, de la que la televisión patria intentó hacer un remake bastante lamentable, dicho sea de paso. Una serie bastante rompedora para la época con unas señoras que no tenían silicona ni curvas de impresión, sino muchas arrugas y canas (y unas permanentes que desafiaban cualquier ley física: eran los 80...), pero un fantástico sentido del humor. Una de sus protagonistas, Estelle Getty, que interpretaba a Sophia Petrillo, madre de otra de ellas en la ficción y curiosamente menor de edad en la vida real, aportaba el carácter ácido de la comedia (por aquel entonces se estilaba mucho, el típico personaje que está de vuelta de la vida y se dedica a meter cizaña: así lo bordarían después los mayordomos Geoffrey en El Príncipe de Bell Air y Niles en la Nanny, por poner dos ejemplos en los años 90). Pues bien, toda esta parrafada tiene un sentido, aunque tal vez un tanto vago y es que, la buena de Sophia solía comenzar todas sus historias con un “Sicilia, 1912…”, así pues y como la historia moderna de Japón tiene algún que otro guiño seriéfilo (ya verán como sí) actual, no quería desaprovechar la oportunidad de realizar una introducción así:

Tokio, 1853. Tras un periodo de hermetismo en el que los japoneses no admitían tratados comerciales con prácticamente ninguna potencia extranjera, apareció un personaje que acabaría por cambiarlo todo, para bien, o para mal según el punto de vista de cada uno, pero cuyas consecuencias derivaron inevitablemente en una crisis ulterior, en la época Meiji, que desencadenó otra revolución muy distinta  y finalmente en numerosas contiendas, al principio poca cosa, muy de andar por casa, pero que después a uno se le calienta la boca, a otro también, “no los tienes para coger un avión y aparecer en Pearl Harbour, eres un gallina” y "¿Qué no? Y me llevo a los colegas", acabas cruzando el Pacífico, bombardeando la casa de otros y de vuelta te llevas dos petardos, cuyo eco todavía resuena entre los más viejos así como en toda la población mundial de la época y los que ahora se han mirado un libro de historia más allá de las tapas.

Todo esto, como decía, empieza con Matthew Perry, oficial naval estadounidense que además de poseer el mismo nombre que el sempiterno Chandler en F·R·I·E·N·D·S (lo prometido es deuda), se encargó de establecer el Tratado de Kanagawa mediante el cual se daba fin al aislamiento nipón, abriendo definitivamente sus fronteras.

Dicho tratado tuvo detractores y simpatizantes por igual entre los propios japoneses. Sus consecuencias fueron nefastas para unos y muy rentables y ventajosas para otros, por lo que se acentuó la diferencia entre ambos y concluyó en el malestar en muchos segmentos de la población, el comercio se vino abajo, la moneda se devaluó y aconteció una crisis que acabó con el anterior shogunato ya decrépito y propició el ascenso del nuevo emperador Meiji.

Claro que no fue por las buenas. Eso nunca pasa si se puede guerrear.  Aunque los americanos, principales responsables de todo el asunto, se ausentaron cuando se les requería porque tenían al enemigo en casa -recordemos que ellos también estaban en Guerra Civil-, ayudaron a las tropas del bando Meiji con armamento moderno. Por su parte, los samurái que estaban de parte del viejo shogunato, llevaban espadas y poco más, por lo que la escena de Indiana Jones con su revólver y el fiera de la cimitarra en En busca del Arca Perdida, tan icónica -como anecdótica- del mundo del cine, se debió repetir en numerosísimas ocasiones, pero entre japoneses todos. La Guerra Boshin sería la primera de la época moderna y traería el cambio consigo.

La era  Meiji, de lo que actualmente queda una compañía de chocolates y snacks en Japón -que dudo esté relacionado- y el recuerdo, naturalmente, instaló a todos los efectos la capital en Edo (actual Tokio), acabó con el feudalismo que imperaba desde tiempos inmemoriales en las actuales prefecturas, modernizaron las infraestructuras ciudadanas y las comunicaciones, instauraron el servicio militar obligatorio -¿tendrían anécdotas de la mili los japoneses? Nunca lo sabremos-, así como el sintoísmo como religión oficial.

Sin embargo, parece que también copiaron de los extranjeros la corrupción desatada -no existían las tarjetas black por aquel entonces, pero tampoco se cortaban un pelo, por lo visto- y la revolución Satsuma no se hizo esperar, aunque las ametralladoras Gatling estatales, recién estrenadas en la anterior guerra dieron muy buenos resultados una vez más, porque allí no quedó nadie para quejarse de nada, cuando los rotativos de las mismas no habían empezado a enfriarse todavía.

Todas aquellas muertes, no obstante, no cayeron en saco roto y los japoneses consiguieron tener representación política basada en el modelo democrático francés -no en vano, tuvieron también su revolución-, e inglés. El proceso que tardó más de quince años en materializarse, sucedió a las puertas del Siglo XX, aunque las contiendas que estaban por venir (para acabar cerrar el ciclo de las series con el que abría el post, ahí está The Pacific, ambientada en la II Guerra Mundial, para el que quiera y pueda verla) empañarían el auge democrático. 

Por su parte, la familia imperial se mantendría en el poder hasta 1912, para dar paso al nefasto Período Taisho y la primera mitad del Siglo XX del que habrá que hablar en unas semanas, concluyendo después con la segunda mitad y el nuevo milenio, como es natural, porque la siguiente tocará de nuevo cambio de tercio, para no resultar demasiado repetitivo.

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