Nobunaga -como decíamos ayer- era
un hombre de imposibles. Tras derrotar en una batalla épica a un ejército muy
superior en número y contra todo pronóstico, deponer al shogun regente y
conseguir que Yoshiaki consiguiera el shogunato comenzó a unificar Japón en
todas las direcciones, con excelentes resultados, hasta que, en una maniobra
traicionera, uno de sus generales se volvió contra él (nada nuevo, en la
Península Ibérica tuvimos una historia similar con Viriato años atrás). Era un
hombre de imposibles, pero nadie puede vencer a la muerte. Como tantos otros en
otras épocas y en esta geografía, si bien abrumado por las circunstancias,
decidió cometer seppuku y pasar a mejor vida con el honor de un guerrero,
muriendo por su propia mano y no por la de otro.
Tras
Nobunaga aparecerían otros personajes relevantes, destacando Tokugawa Ieyasu -que
luchó como aliado suyo-, que, por una serie de circunstancias (no morir en
ninguna contienda, provenir de una familia importante, alcanzar fama y
prestigio) se fue consolidando como un firme candidato al shogunato, que
conseguiría, en buena medida, gracias a matrimonios concertados entre familias
destacadas -una vez más, nada nuevo bajo el sol naciente, ya que en la Europa
medieval y moderna eso estaba a la orden del día-.
La medida no
acabó de gustar entre sus rivales que intentaron buscarle las cosquillas -con objetos
afilados que esos quitan el picor en un santiamén y la cabeza, ya de paso- en
la Batalla de Sekigahara, aunque los que salieron trasquilados fueron ellos.
Algunos acabaron perdiendo la cabeza y no por locura, sino por verdugo.
Tras estos
acontecimientos, la posición de Ieyasu se vio todavía más reforzada. Consiguió
una vasta extensión de tierra y en ella situó la nueva capital, que llamaría
Edo y que todos conocen actualmente como Tokio.
Dicho período,
como no podía ser de otra manera, pasaría a denominarse Edo o Tokugawa cuya
dinastía sería la última que mantuviera el poder de manera prolongada en Japón
(265 años).
Los gobernados,
por su parte estaban divididos en cuatro grupos básicos: los samurái, los
campesinos, los comerciantes y los artesanos. Todos ellos estaban gobernados
por un daimyo o noble y el susodicho, a su vez, obedecería al shogun, en una
estructura claramente jerarquizada.
Sucedió en
esta época el sakoku o cese de toda relación con cualquiera de los países extranjeros,
a excepción de los Países Bajos así como China y Corea, aunque estrictamente
regulado. El avance del cristianismo se percibió como un problema,
especialmente representado en los monjes españoles y portugueses que pretendían
campar a sus anchas por territorio nipón. El ejemplo filipino estaba muy
próximo y reciente y los japoneses poco o nada querían saber de más problemas
de los que tenían ya, que no eran pocos. La reapertura hacia el mercado y otras
relaciones internacionales, llegaría unos años más tarde de la mano del
comodoro Perry.
El shogunato
vivía una profunda crisis: hambrunas, una naturaleza adversa -el tema de la semana
pasada lo ilustraba-, que en un breve lapso temporal se mostraba especialmente
dura, con volcanes, terremotos (un comienzo de siglo XVIII para olvidar) y
demás que solían ir acompañados de incendios prácticamente inapagables -las desgracias
nunca vienen solas-, la ineficacia de las reformas y la corrupción imperante
(saquen ustedes la analogía si quieren) acabó desembocando en la Restauración
Meiji, un cambio necesario y por primera vez, aunque tímidamente todavía, especialmente
comparado con lo que hay actualmente, aperturista.
Por su
parte, el pensamiento humanista que transmitía el neoconfucianismo llevó a las
clases medias al desarrollo de las artes y las tradiciones típicas tal y como
las conocemos en la actualidad, desde la literatura o la pintura, hasta el kabuki,
la ceremonia del té o las geishas, pero sobre estos temas, o ya se ha hablado,
o se hablará de manera extensa en otras ediciones.
Por hoy no se admiten más
historias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario