Tras quedarnos con los Yamato, que a su vez dejaron de lado
el periodo Nara, los cuales sucedieron al periodo Hakuhō, que había sustituido con más o menos éxito al periodo
Asuka y así sucesivamente, volvemos a retomar esta particular, subjetiva (hasta aquí no hay diferencia notable con otras profesiones como el periodismo en España) y
jocosa visión de la historia nipona. Al que no le guste, que no lea, que nadie
le obliga. El que avisa no es traidor.
Decía pues
que los Yamato tampoco llegaron para quedarse, pese a que su decisión de
colocar la capital en Kioto sí se mantuviera durante bastante tiempo. Unido al
descontento creciente fruto de adaptar determinadas costumbres de los incómodos
vecinos del oeste, llegaron las invasiones por parte de los propios vecinos que
no ayudaron demasiado que digamos.
Kublai Kan,
nieto de Gengis y conquistador como su abuelo, trató de anexionarse Japón ya
que pasaba por allí. Total, ¿quién lo iba a notar?
Los
samuráis, que llevaban tiempo entrenando para medirse a alguien encontraron por
fin rival. Sin embargo y como ha sucedido con otras grandes y temibles armadas
a lo largo de la historia, no sucumbieron los barcos mongoles ante la poderosa
infantería nipona. Ni falta que hizo. Cada vez que osaron acercarse a la costa,
el tiempo-weather, que dirían los chanantes, les recibía con alguna sorpresa
emocionante, como tormentas fuertes o directamente tifones -sutilezas las justas- que daban al traste
con la invasión y hundían los barcos tan bien que ni en el juego de mesa, permitiendo
además a los japoneses prepararse ante futuras visitas indeseadas, en caso de
que saliera un día de esos de jugar a las palas en la playa, que no llegó a ser
el caso, ya que los invasores acabaron por desistir. Los fuertes vientos se
consideraron sagrados al salvar a los japoneses derivando en la leyenda del
kamikaze (kami significa dios y kaze viento, así que de pilotos suicidas nada, que
viene de antiguo, aunque ya veremos qué tienen en común otro día).
Pasado el
peligro de guerrear con el vecino, tocaba hacerlo en casa (guerrea bien y no mires a quién) y así empezaron a darse caña, afeitando con la katana hasta la nuez a todo
el que se pusiera por medio, con cambios de bando incluidos, huidas hacia
adelante con todos los trastos que al final acabaron saliendo bien, un “tú a
Kioto y yo a Kamakura” que ya lo quisieran en Hollywood, seppukus y otras muchas anécdotas divertidas. Este
momento llamado Restauración Kenmu no tiene desperdicio alguno y es
recomendable investigarlo detenidamente. No obstante, dilatarnos en exceso con
ello (apenas 20 años en toda la historia y con todo lo que viene luego), sería
poco acertado a mi entender, que aunque chico es el único que tengo.
Para acabar
por hoy, hay que centrarse en el periodo Muromachi, que abarca más de dos
siglos y supone una época floreciente en todos los sentidos, incluidos, como no
podía ser de otra manera, el cultural y artístico.
Los
protagonistas del anterior periodo, los del bando ganador al menos, seguirían
con sus idas y sus vueltas hasta casi terminado el siglo, dividiendo nuevamente
el imperio en dos partes, hasta que Ashikaga Yoshimitsu (absténganse de hacer
bromas con el nombre, por favor ni de relacionar el apellido con el personaje
del Tekken, aunque se preste), diplomático ejemplar y con gran dote de mando
consiguió unir con esfuerzo y sangre fría lo que habían dividido otros en
caliente. Sin embargo, el mal ya estaba
hecho y el imperio dividido en un sinfín de señores feudales que vieron la
oportunidad de gobernar presentarse y no quisieron desaprovecharla.
Apenas dos
generaciones tras Yoshimitsu el imperio se vino abajo y las guerrillas civiles
se sucedieron en todas partes, en el conocido como Periodo Sengoku (seguimos
con la relación con los videojuegos y eso sin llegar todavía a Oda Nobunaga,
que llegará a continuación) o de luchas constantes también denominado Daimyo
(dai: grande, myo: nombre, apellido), ya que cada líder poseía algún apellido destacado.
Era un
auténtico todos contra todos, hasta que aparecieron entre toda la maraña dos
nombres que destacaron sobre los demás, Imagawa Yoshimoto
que contaba con un gran ejército (no dudando en jactarse de ello a la mínima
oportunidad) y el ya citado Oda Nobunaga, que pese a ser un caudillo menor, fue
el que “le dio pa’l pelo” al anterior, pasando a ser el amo del cotarro, aunque
como secundario o Ministro de Estado -un valido del rey a la japonesa-, mandando
mucho pero rindiendo pocas cuentas. Fuera bromas, debía ser un guerrero experimentado, un líder nato, respetado entre la soldadesca y no mal gobernador, vamos, bastante válido para el cargo, como los de hoy en día.
Y con esta ironía descarada, queda la historia pausada hasta la próxima jornada.
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