Algunos de los protagonistas |
El fútbol es extraordinariamente controvertido actualmente.
Posee tantos partidarios como detractores. No deja de ser un deporte, por lo
que debería percibirse como algo positivo, un sano ejercicio. Hasta que el
dinero hace su aparición. De este modo, multitud de asociaciones, federaciones,
equipos, representantes, mercados y demás parafernalia burocrática y política
(acaso estas palabras poseen alguna connotación positiva en algún idioma) meten
“el cazo”, los salarios se disparan y un bonito ejercicio que levanta pasiones
(pasiones, no lo que hacen algunos estúpidos aprovechando la coyuntura) se
convierte en un negocio y pierde completamente la gracia.
Exposición sobre Tsubasa en Ueno (Tokio) |
El Mundial es un perfecto ejemplo de lo ya citado.
Construcciones faraónicas para un uso cuestionable, en ocasiones en mitad de la
jungla y sin solución de continuidad (por poner un ejemplo), con beneficios para la
Asocicación que se lo “lleva crudo” y con gastos únicamente para los
anfitriones, hacen que incluso pueblos en los que el fútbol es una auténtica
religión, acaben rebelándose y exigiendo
un cambio.
Haciendo de abogado del diablo, esto mismo sucede con la
práctica totalidad de deportes de élite (tenis, baloncesto, hockey, ciclismo,
automovilismo) en todas las superficies (natación, waterpolo), muchos de los
cuales, además, tienen que lidiar con otro cáncer: el dopaje.
Pese a todo esto, que no es poco, el fútbol gusta mucho.
Aficionados se desplazan miles de kilómetros para ver cómo unos muchachos dan muchas
patadas (algunas incuso al balón), tratando de meter la pelota en el arco que
menos forma de arco tiene en el mundo, escupen mucho, hasta el punto de no
necesitar regar más el césped después y, con suerte, dejan algún detalle de
calidad, alguna floritura o alguna bonita jugada que quedará para la posteridad
(que con lo rápido que avanza todo será hasta mañana por la mañana).
Una infancia sin catapulta infernal no es una infancia |
El Mundial sirve como excusa perfecta para hablar de uno de
los iconos más reconocibles de la cultura de los 90 en España, gracias al manga
creado por Yoichi Takahashi, cuyo anime homónimo Captain
Tsubasa, llegó a muchos países y rara vez con el mismo nombre, siendo Oliver y
Benji en España, Olive et Tom en Francia o Supercampeones en Latinoamérica (parece
ser que ser campeón no era suficiente), sobre unos adolescentes que jugaban a
fútbol y soñaban con convertirse en campeones del mundo.
La serie se convirtió en un referente para todo aquel
chaval (o chavala, que también había) que tuviera un balón en casa o jugara con
el de sus amiguitos en la calle o el colegio. Todos, cual horda, coreaban (coreábamos)
la canción de inicio y procurábamos no perdernos ni un capítulo.
Los campos de fútbol no acababan nunca. Tanto que se podía
ver la curvatura de la tierra mientras corrían y no se podía ver de una
portería a otra, porque en el centro del campo estaba la línea del horizonte.
Después de aquello empezabas a entender el problema de espacio en Japón: con un
par de campos así, no quedaba espacio para la ciudad.
Internet está llena de bromas como esta |
Sus jugadores, después de todo aquel ejercicio (necesitaban
coger aire, ahora me doy cuenta), aparentemente no tenían mejores cosas que
hacer que antes de lanzar el tiro que podía suponer la victoria o marcar un gol
que les diese ventaja o empatase el partido, preferían recordar toda la
historia de su vida, desde que eran un cigoto hasta medio minuto antes, que
pegar el zapatazo en cuestión -centrándose, a poder ser en los momentos en los
que pegaba pelotazos al balón en la playa, preferiblemente en días de tormenta
con fuerte marejada o sacando un dinerillo haciendo trabajos en negro, para
ayudar a la familia-.
Era una serie para analizar detenidamente. Balones
apepinados, jugadas imposibles y acrobáticas, a menudo protagonizadas por los
gemelos Derrick (esos chavales que presumiblemente tenían genes de castor, cuyos
incisivos sólo han sido superados por Luis Suárez, demostrando que la realidad
supera a la ficción), adolescentes con la capacidad de hacer un agujero en la
pared tan sólo con un pelotazo (imaginen que casualmente pasa un pobre niño por
allí en ese instante, que carnicería…), porteros que se impulsaban de un palo
al otro (7 metros, que se dice pronto) como si tuvieran muelles y no hubiera
gravedad, y así, hasta el infinito y más allá.
Todo, para acabar el partido marcando el gol de la victoria
en el descuento y siempre de chilena, como si fuera lo más normal del mundo,
para que siempre ganaran los mismos.
Toda la vida de blanco para acabar en el Barça |
Pues este argumento anodino, predecible, nos mantuvo
pegados al televisor con el bocadillo de nocilla día tras día (o lo que fuera,
porque lo emitieron a todas las horas imaginables, por la mañana, mediodía -¡¡alegría!!-,
tarde e incluso noche (empezó en esa franja horaria), durante mucho tiempo y no
son pocos los que de vez en cuando cambian de canal y se quedan un rato rememorando los constantes ataques al corazón de Julian
Ross, con más vidas que un gato (salvo si se trata del de Schrodinger), las
payasadas de Bruce Harper, la tríada de Oliver Atom-Benji Price-Tom Baker y su
antagónica Mark Lenders-Dani Melow-Ed Warner, por poner algún ajemplo.
El cómic original, por su parte, no se quedaba corto, aunque
servía para entender el motivo por el cual los campos eran tan largos. Sus
jugadores tenían cuerpos más alargados que los que pintaba El Greco, con unas piernas
que ya las quisieran las top models.
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