Durante los
años 80 y 90 se emitió con bastante gloria y poca pena la serie Las chicas de
oro, de la que la televisión patria intentó hacer un remake bastante lamentable, dicho sea de paso. Una serie bastante rompedora para la
época con unas señoras que no tenían silicona ni curvas de impresión,
sino muchas arrugas y canas (y unas permanentes que desafiaban cualquier ley física: eran los 80...), pero un fantástico sentido del humor. Una de sus
protagonistas, Estelle Getty, que interpretaba a Sophia Petrillo, madre de otra
de ellas en la ficción y curiosamente menor de edad en la vida real, aportaba
el carácter ácido de la comedia (por aquel entonces se estilaba mucho, el
típico personaje que está de vuelta de la vida y se dedica a meter cizaña: así
lo bordarían después los mayordomos Geoffrey en El Príncipe de Bell Air y Niles
en la Nanny, por poner dos ejemplos en los años 90). Pues bien, toda esta
parrafada tiene un sentido, aunque tal vez un tanto vago y es que, la buena de
Sophia solía comenzar todas sus historias con un “Sicilia, 1912…”, así pues y
como la historia moderna de Japón tiene algún que otro guiño seriéfilo (ya
verán como sí) actual, no quería desaprovechar la oportunidad de realizar una
introducción así:
Tokio, 1853.
Tras un periodo de hermetismo en el que los japoneses no admitían tratados
comerciales con prácticamente ninguna potencia extranjera, apareció un
personaje que acabaría por cambiarlo todo, para bien, o para mal según el punto
de vista de cada uno, pero cuyas consecuencias derivaron inevitablemente en una
crisis ulterior, en la época Meiji, que desencadenó otra revolución muy
distinta y finalmente en numerosas
contiendas, al principio poca cosa, muy de andar por casa, pero que después a
uno se le calienta la boca, a otro también, “no los tienes para coger un avión y aparecer en Pearl
Harbour, eres un gallina” y "¿Qué no? Y me llevo a los colegas", acabas cruzando el Pacífico, bombardeando la casa
de otros y de vuelta te llevas dos petardos, cuyo eco todavía resuena entre los
más viejos así como en toda la población mundial de la época y los que ahora se
han mirado un libro de historia más allá de las tapas.
Todo esto,
como decía, empieza con Matthew Perry, oficial naval estadounidense que además
de poseer el mismo nombre que el sempiterno Chandler en F·R·I·E·N·D·S (lo
prometido es deuda), se encargó de establecer el Tratado de Kanagawa mediante
el cual se daba fin al aislamiento nipón, abriendo definitivamente sus fronteras.
Dicho
tratado tuvo detractores y simpatizantes por igual entre los propios japoneses. Sus consecuencias fueron
nefastas para unos y muy rentables y ventajosas para otros, por lo que se
acentuó la diferencia entre ambos y concluyó en el malestar en muchos segmentos
de la población, el comercio se vino abajo, la moneda se devaluó y aconteció
una crisis que acabó con el anterior shogunato ya decrépito y propició el
ascenso del nuevo emperador Meiji.
Claro que no
fue por las buenas. Eso nunca pasa si se puede guerrear. Aunque los americanos, principales responsables
de todo el asunto, se ausentaron cuando se les requería porque tenían al
enemigo en casa -recordemos que ellos también estaban en Guerra Civil-,
ayudaron a las tropas del bando Meiji con armamento moderno. Por su parte, los
samurái que estaban de parte del viejo shogunato, llevaban espadas y poco más,
por lo que la escena de Indiana Jones con su revólver y el fiera de la
cimitarra en En busca del Arca Perdida, tan icónica -como anecdótica- del mundo
del cine, se debió repetir en numerosísimas ocasiones, pero entre japoneses
todos. La Guerra Boshin sería la primera de la época moderna y traería el
cambio consigo.
La era Meiji,
de lo que actualmente queda una compañía de chocolates y snacks en Japón -que
dudo esté relacionado- y el recuerdo, naturalmente, instaló a todos los efectos
la capital en Edo (actual Tokio), acabó con el feudalismo que imperaba desde
tiempos inmemoriales en las actuales prefecturas, modernizaron las
infraestructuras ciudadanas y las comunicaciones, instauraron el servicio
militar obligatorio -¿tendrían anécdotas de la mili los japoneses? Nunca lo
sabremos-, así como el sintoísmo como religión oficial.
Sin embargo,
parece que también copiaron de los extranjeros la corrupción desatada -no
existían las tarjetas black por aquel
entonces, pero tampoco se cortaban un pelo, por lo visto- y la revolución
Satsuma no se hizo esperar, aunque las ametralladoras Gatling estatales, recién
estrenadas en la anterior guerra dieron muy buenos resultados una vez más,
porque allí no quedó nadie para quejarse de nada, cuando los rotativos de las
mismas no habían empezado a enfriarse todavía.
Todas aquellas
muertes, no obstante, no cayeron en saco roto y los japoneses consiguieron
tener representación política basada en el modelo democrático francés -no en
vano, tuvieron también su revolución-, e inglés. El proceso que tardó más de
quince años en materializarse, sucedió a las puertas del Siglo XX, aunque las
contiendas que estaban por venir (para acabar cerrar el ciclo de las series con el que abría el post, ahí está The Pacific, ambientada en la II Guerra Mundial, para el que quiera y pueda verla) empañarían el auge democrático.
Por su
parte, la familia imperial se mantendría en el poder hasta 1912, para dar paso
al nefasto Período Taisho y la primera mitad del Siglo XX del que habrá que
hablar en unas semanas, concluyendo después con la segunda mitad y el nuevo
milenio, como es natural, porque la siguiente tocará de nuevo cambio de tercio,
para no resultar demasiado repetitivo.