Son las ocho
y diez de la mañana. El joven Ichiro se dirige a la escuela. Saluda cortesmente
a Michiko, su vecina, que acaba de sacar el futón al sol de la mañana y sigue
su camino. Lleva preparados los ejercicios de caligrafía a conciencia y quiere
llegar puntual. No tarda en oír el avión. Es enorme y se divisa claramente en
el cielo sin una nube alrededor. Un objeto brillante se desprende de la barriga
del aeroplano como una lágrima, presagio de lo que está por venir.
El fogonazo
llega después.
Y el fundido en negro.
Abrir los
ojos le cuesta una barbaridad. Tanto, que únicamente puede entreabrirlos. Tampoco
importa. Apenas se ve a un metro de distancia. No sabe que ha pasado, pero ya
no es de día. No obstante, apenas han pasado unos minutos, aunque él lo
desconozca. Su ropa sucia y hecha jirones cuelga de su delgado cuerpo o ha
desaparecido. Suerte que era de color blanco, porque si no, habría muerto ya, aunque bien pensado, tal vez sería lo mejor. El cuerpo
le pesa y le duele a cada paso que consigue dar, extenuado por las quemaduras y
las incontables heridas. Está irreconocible, completamente negro y rugoso, como
la corteza de un árbol quemado. La hinchazón de sus miembros ha aumentado sus
brazos y sus piernas hasta el doble de su tamaño. Puede sentir que el resto está
igual, aunque no lo pueda ver.
Punzadas de dolor recorren todo su cuerpo, pero
sigue adelante mientras se tambalea. Se cruza con otra figura tan
fantasmagórica como él pero en otra dirección. Si tuviera fuerzas habría salido
corriendo. Ahora apenas puede mantenerse en pie.
Todo ha
desaparecido.
Ya no hay
casa, ni futón, ni señora Michiko.
A lo lejos,
se oyen voces de algunos supervivientes. Unos claman buscando una ayuda que
llegará tarde y aunque llegase pronto, de poco serviría. Otros, los que
milagrosamente han conseguido salir con vida sin demasiadas secuelas se afanan
en ayudar a los demás, abrumados por la situación y desorientados.
Los ríos
están llenos de cadáveres, las calles llenas de escombros, tierra y fuego.
El cuerpo no
responde más. Su frágil cuerpo, o lo que era unos interminables minutos antes, golpea
el suelo sin demasiado estruendo, aunque nadie alcance a oírlo.
Sus ojos se
cierran una vez más. Será la última. Los sonidos se van diluyendo a la vez que
el dolor desaparece…
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El Museo Comercial con andamios, por desgracia (y necesidad) |
Cabe decir
que es una historia inventada, basada en el testimonio de algunos supervivientes
a tal horror, algo de documentación y una pizca de imaginación, aunque no es
difícil imaginar una y mil historias como esta que, a buen seguro, sucedieron
entre las 8:15 y las horas siguientes a aquel conocido 6 de agosto en la
llanura de Hiroshima. Espero que me permitan la licencia.
Y es que en
pocos lugares se puede “palpar” la historia reciente, la devastación y la
barbarie humana como en la ciudad de la “ancha isla”.
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Los tranvías siempre aportan un toque de distinción |
Bajo mi punto de vista,
sólo he tenido esa sensación recorriendo los diversos lugares icónicos (y no
tan icónicos) de Berlín, aunque me han comentado que, a otra escala, pero
igualmente notable, la zona cero de Nueva York es bastante similar.
Supongo
también que sucederá lo mismo en Nagasaki, que todavía no he visitado, en
Stalingrado o en cualquier otro lugar de este amplio mundo, donde el ser humano
ha masacrado a sus congéneres desde tiempos inmemoriales sin visos de detenerse
en el presente o el futuro cercano, amparados por sus dioses, su necesidad o
sus más bajos instintos.
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Una réplica de Little Boy |
Para la mayoría de los extranjeros residentes en Japón (y para los de fuera también) es impresionante el espíritu que demuestran
los japoneses que están acostumbrados a sufrir una vez tras otra reveses de
gran magnitud y levantarse como si nada hubiera sucedido.
Tanto es así que han rehecho la ciudad
y actualmente es una floreciente urbe, con su palacio reconstruido, sus
tranvías que recorren la ciudad del uno al otro confín y el recuerdo a sus
muertos siempre presente, con honor y respeto. No olvidemos que, pese a que el
ejército luchara ferozmente por una causa cuestionable y sus rivales les
ganaran la partida, cientos de miles de inocentes murieron de un plumazo o en
los años siguientes como consecuencia de Little Boy, la bomba con 16 kilotones
de uranio que a las 8:15 de la mañana de aquel fatídico 6 de agosto de 1945
detonó a unos 550 metros de la superficie terrestre (no al contactar con el
suelo, como erróneamente se puede pensar habitualmente).
Dicho esto,
los puntos de interés más importantes en la ciudad son el palacio y los
edificios que hacen homenaje al ataque nuclear.
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El palacio/castillo de Hiroshima |
Del palacio
quedaron los cimientos, sus grandes sillares de piedra en talud, más o menos
indemnes para dicha situación, así pues, lo que se visita hoy día es una
reconstrucción, aunque muy lograda, todo hay que decirlo. No es un palacio tan
majestuoso como el de Kumamoto o Himeji pero merece la pena. Suele acoger
exposiciones acordes a la temática histórica en su interior (espadas japonesas,
desde las famosas katanas hasta los cortos tantos), armaduras, etc, siempre
previas a la II Guerra Mundial.
No es que la
ciudad sea precisamente pequeña (supera ampliamente el millón de habitantes),
pero sus edificios representativos se ubican en el mismo lugar y se puede
acceder a todos ellos paseando (apenas un kilómetro entre los más lejanos).
El Museo
Comercial de Hiroshima del arquitecto checo Jan Letzel, rebautizado Momumento
de la Paz de Hiroshima se convirtió desde aquel 1945 en el otro símbolo de la
ciudad al ser el más cercano, uno de los únicos y el que mejor soportó la bomba
(no se crean que está entero, pero tiene su mérito). Irónicamente, cuando lo
visitamos estaba con andamios (cada 3 años suelen hacer una revisión detallada
de la estructura y algún arreglo sin importancia).
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Una de las maquetas más terribles e impresionantes del mundo |
Cruzando el
río Motoyasu junto al que se encuentra dicho edificio -o lo que queda de él-,
se alzan varios monumentos dedicados a las víctimas, como el monumento a Sadako
Sasaki, siempre custodiado por incontables grullas en origami hechas por niños de
todo el país desde entonces (10 años después de la detonación, ya que murió a causa de la radiación) hasta hoy, un pedestal con una llama siempre
encendida como recuerdo y el Museo Memorial de la Paz de Hiroshima dedicado por
entero a recordar e ilustrar los efectos de la bomba, que no deja indiferente a
nadie. Se pueden aprender cosas, como el “viento reverso” con el que descubres
que, incluso tratando de resguardarte, de algo así no te libra de Perry (Mason
para los de una generación, el ornitorrinco para los más jóvenes).